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Exorcizamus te, omnis immundus spiritus, omnis satanica potestas, omnis incursio infernalis adversarii, omnis legio, omnis congregatio et secta diabolica!

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5 de junio de 2006

Templos olvidados.

Una noche estrellada en el desierto del Sahara. Demasiado fría, más de lo normal. Dos beduinos iban caminando en la inmensidad de ese mar de pequeñas partículas de arena, sin pronunciar palabra.
El poco viento que soplaba parecía darle vida al desierto, moviendo las dunas de a poco bajo sus pies. El casi incesante ruido de los minúsculos granos de arena estaba distrayendo a los caminantes, les provocaba sueño. Sin embargo, ellos sabían que no podían detenerse a descansar ni siquiera un minuto, tenían que hacer esos últimos 40 kilómetros en menos de cuatro horas.
En un momento, uno de los dos rompe el silencio:
Ya has ido antes al templo, ¿verdad? ¿qué tan lejos estamos?
El otro pareció ignorarlo, siguió caminando, pero aceleró significativamente el paso. Luego de unos cuarenta minutos, miró de nuevo a su acompañante y como recordando la pregunta, le dijo muy secamente algo que cuanto menos, lo dejó inquieto por el resto del viaje.
De esas cosas no se habla aquí. Mejor sería que cierres la boca y sigas caminando. Tenemos que llegar antes que salga el sol.
Tres horas después, el guía se detuvo. Señaló hacia el sur, donde a lo lejos se veía una formación de piedras. Siguieron caminando y tras cinco minutos, se encontraban frente a una roca que, sin saber exactamente por qué, desentonaba con el paisaje. El aprendiz miró a su maestro a la cara, sin entender nada.
Sin tener en cuenta esa mirada, el guía sacó de su bolsillo una pequeña caja de madera, dentro de la cual había una herramienta que el aprendiz no había visto nunca. Acto seguido, se agachó frente a la piedra, e introdujo la herramienta en una grieta casi invisible.
Algo vibró. Ruido de piedras corriéndose unas sobre otras.
Al fin, la roca que habian visto antes se movió hacia un costado, dejando visible una abertura en el suelo de unos 50 centímetros de diámetro. El maestro, luego de guardar la herramienta de nuevo en la caja, señaló el hueco y dijo:
Aquí está. Entra. Recuerda que tenemos que permanecer ahi dentro por un día, el sol no debe cruzar esta puerta bajo ningun concepto.
El joven aprendiz, lleno de emoción tras haber descubierto que la leyenda sobre ese antiguo templo era cierta, se dejó caer dentro del pozo. Inútil fue el intento de su maestro de advertirle que usara la escalera de soga que colgaba a un costado de la entrada.
Se escuchó un golpe, y un grito ahogado. Luego, silencio sepulcral.
Sin decir nada, cerró la abertura y se quedó un rato mirando la tapa. Tal vez allá abajo el Señor del Desierto se encargaría de aquel joven, o quizás lo mataría sin ningún remordimiento. De cualquier forma sólo una cosa era cierta... no lo volvería a ver nunca más.
Tras ver los primeros rayos del sol en el horizonte, suspiró y decidió volver a su pueblo.

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